La prestación es solo una de las perspectivas desde la cual han de ser enfocados los derechos fundamentales. La otra es la no lesión, cuya violación se castiga a partir de la pretensión de protección de bienes jurídicos tales como la vida, la libertad y el honor, entre otros. Y, si bien a la amenaza contenida en la pena se le atribuyen efectos disuasivos que devienen prevención general negativa –en lo que hace a la potencial comisión del delito–, no es menos cierto que la criminalidad no es la única forma de violencia. Muchas formas de violencia carecen de sanción normativa, a lo sumo se quedan en el juicio de desvalor moral. Claro que nadie podría negar que la violencia no tipificada como delito, en más de una hipótesis, es causa desencadenante de la propia violencia criminal.
El universo de la violencia es vasto y su toponimia numerosa y variada: se puede verificar en la casa, el trabajo, el tráfico, en los centros de diversión, en la escuela o en los hospitales; existen las formas de violencia física, psicológica, intrafamiliar, verbal, escritural; contra las personas, contra los animales, contra el medio ambiente. La violencia puede, asimismo, ser cometida por hombres, mujeres y niños. No es un fenómeno nuevo, tiene dos etiologías fundamentales, la que proviene de las fuerzas de la naturaleza y, desgraciadamente, la que ejerce el propio ser humano.
Es obvio, entonces, que la violencia que nos es dable abolir con más acierto es aquella que ejercemos nosotros mismos. Para lograrlo –procurando armonía temática–, les propongo una solución “violenta”: matemos la violencia en nuestro fuero interno, antes de que salga y vuelva a dañar.