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Por: Federico A. Jovine Rijo

El nacionalismo –sea lo que sea que eso signifique– siempre ha sido rentable políticamente. A lo largo de la historia sobran ejemplos en todas las culturas, épocas y países, de cómo los políticos lo utilizan para movilizar a las masas… y nosotros no somos la excepción.

Así como el nacionalismo bien administrado es necesario, así su uso abusivo puede llegar a ser terrorífico y letal. Ahora bien, también es cierto que hoy la República Dominicana enfrenta uno de los desafíos más grandes de su historia; ahora que es víctima de una invasión masiva, desbordada y descontrolada de nacionales haitianos. El término “invasión” tiene una connotación militar, y quizás lo apropiado sería “ocupación”, pues al final, la cacareada “fusión” resultó ser eso.

Las razones o causas no vienen al caso, pero en los hechos, la implosión y colapso del Estado haitiano es una realidad incuestionable e insalvable, y nadie en la comunidad de países sabe cómo lidiar con eso y ningún instrumento del derecho internacional indica qué hacer cuando un Estado, luego de certificar su inviabilidad, desaparece.

Para muchos, la mejor solución –la única y la más barata– somos nosotros, no tengamos dudas al respecto. Estamos solos y ni siquiera habrá un Chapulín para defendernos, pero, aún así, debemos hacerlo dentro del marco del debido proceso, el cumplimiento de nuestro marco regulatorio y el respeto a los derechos humanos de todas las personas.

El gobierno pretende recaudar RD$110,000 millones con su reforma fiscal para aumentar inversiones en materia de seguridad, transporte, salud, etc., a la par que el presidente Abinader denunció en la ONU que “las atenciones médicas a inmigrantes haitianos representaron el 12% del total de los servicios prestados a través de nuestro sistema de salud pública”, por lo que el chiste se cuenta sólo: pagaremos más impuestos para financiar más servicios a una población que, en términos generales, no los cotiza ni los financia.

El nacionalismo está en auge, y con él la xenofobia, y, más atrás, el racismo; pero, al margen de algunos pronunciamientos altisonantes y desencajados, ¿es justo decir que somos un país racista porque queremos aplicar nuestra ley migratoria? Para la comunidad internacional, la única opción que tenemos es aceptar el hecho consumado de una ocupación que es posible –más que por un complot o agenda oculta– por la participación activa de malos dominicanos, esos que hacen negocios con esa inmigración.

Frente a esto, la nueva administración de la Dirección General de Migración, así como no debe disminuir las deportaciones –¡todo lo contrario!–, debe garantizar la dignidad y los derechos fundamentales de los deportados; a la par que con esa misma firmeza y contundencia debe dar cumplimiento al artículo 132 de la Ley General de Migración 285-04 y multar a todos los empresarios agrícolas, turísticos, constructivos, etc., que se lucran de esa mano de obra barata e informal, hipotecando el futuro del país, a cambio de salvar el suyo.

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