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Por: Orlando Gil

Danilo Me­dina no se puede que­jar, descu­bren su silen­cio cuando se supone que deberá hablar. No se sabe cuándo, pero desde que se dio cuenta de que se podía gobernar sin discursos, el poder se volvió un encanto.

Hubo, eso sí, que idear un marketing político de ocasión, y se dijo – entonces – que no era político de ha­blar, sino de hacer. Un hom­bre de acción, y el botón de muestra fueron las visitas sorpresas.

Un escenario cercano en que sí hablaba para conven­cer a los beneficiarios de las bondades de su política de asistencia a sectores pro­ductivos depauperados y minoritarios.

Aunque es interesan­te observar que lo que le dio más satisfacción como mandatario, y hasta le ganó fama: las visitas sorpresas, no solo son motivo de in­ri, sino sustento de posibles expedientes en su contra.

Desde fuera se entiende que a un expresidente de la República se le agarra fá­cil, si existe voluntad políti­ca de procesarlo, pues si no por comisión, por omisión.

Nadie gobierna inocente­mente dijo Saint Just, y Luis XVI y María Antonieta per­dieron la cabeza. Sin em­bargo, a Medina lo rastrean y rastrean, y – aparente­mente – solo por las salidas de fin de semana pueden encañonarlo.

Y todavía más, si el go­bierno central consien­te, pues del Administrati­vo dependerá. Si da datos suficientes, o deja entrever situaciones o maromas in­debidas.

La petición – de por sí – tiene implicaciones. A la vo­luntad del Pepca habría que agregar la del Ejecutivo, y el Ejecutivo rehúye involu­crarse en los procesos.

Que lo que pique y repi­que sea lejos de su jurisdic­ción, de manera que la jus­ticia independiente actúe y no se pueda acusar al go­bierno de persecución polí­tica.

Un objetivo difícil de lo­grar o de llevar adelante, pues la lucha contra la co­rrupción es un todo inclui­do, un “ convoyage ” en que no puede comprarse azúcar a menos que en el paquete se incluya un producto me­nos apreciado.

Todavía faltan meses para el año, pero llegado agosto, deberá verse humo blanco, habemus Papa, y no solo lo que hasta ahora desespera a los insidiosos: la pasarela de la Procura­duría.

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