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SANTO DOMINGO.- La hermana de Esmeralda Richiez, quien no fue identificada, declaróque su hermana era muy inocente y que ella la aconsejaba constantemente.

Dijo que su hermana recibía constantes propuestas de trabajo como modelo de personas que la veían tarándose fotos y videos y que esta la aconsejaba para que no les hiciera caso, porque al final lo que le pueden hacer un daño.

«No te lleve de todo el que te diga que tu estás linda, hay gente mala que te quieren hacer un daño» le decía su hermana.

Esmeralda falleció a causa de un shock hipovolémico después de presuntamente ser víctima de v1olación se-xu-al por parte de su profesor de matemáticas.

Esmeralda Richiez quería ser modelo y todo en ella concurría a ese fin: su risa dulce y cristalina, su piel limpia y transparente, su cuerpo deslumbrante. Estos atributos físicos, decorados por una chispa de inteligencia, anunciaban una modelo de pasarela, una mariposa sobre la tarima.

Podía soñar con ganar alas, volar alto y conquistar al mundo: sus condiciones le sobraban para eso y mucho más. A sus 16 años era dueña de su propio carisma, pero su destino tenía otros hilos, otros cauces, otras manos.

Si no podía consumar su anhelo de modelar, al menos podía ser una magnífica profesional. Se estaba preparando para las jugadas traperas de la vida. Solo necesitaba un poco de suerte. Ella cursaba el 5to. grado de la secundaria (antiguo tercero de bachillerato), y estudiaba bachillerato técnico en Servicios de Alojamiento en el Instituto Agropecuario de Higüey, también conocido como el politécnico de La Cruz del Isleño. Como profesional podía laborar en empresas turísticas, hoteles, restaurantes y otras empresas similares.

La menor hubiera querido terminar su educación formal para dedicarse al apasionante mundo de la pasarela. Pero el sueño se marchitó, y la flor Esmeralda acabó destrozada en su corta vida.

Fue allí mismo, en la escuela donde trillaba un futuro más cierto y venturoso, donde nació la desgracia. Nada en el politécnico indicaba un arranque de tragedia: no había presagio de dolor, ni vaticinio de sangre. Sin embargo, la maldad batía allí sus alas, se iba tejiendo, cocinándose a fuego lento, hasta estallar en una gran fatalidad.

Los días transcurrían con la monotonía de la vida campestre. Antes de las 8 de la mañana llegaba al politécnico, participaba en el izamiento de la bandera, y unos minutos después iniciaba las clases. La despachaban antes de las 4 de la tarde. Era alegre, sociable, hermosa: una beldad vestida de escolar. El uniforme realzaba su glamour: debajo del polo shirt rojo brillaba la piel lozana, y el pantalón caqui filtraba el humo de sus piernas.

En esta casa vivía Esmeralda./Foto: Félix Lara.

Tenía una pasola blanca en la que superaba largos trechos, andando por calles y senderos. Así maduraba su adolescencia. Poseía la destreza de ajustar y arreglar el funcionamiento de cualquier celular. Hacía favores, era servicial y generosa. Tenía ese afable y extraño don de pueblo. Había hecho sus estudios primarios en la Escuela Básica Camilo Castillo, una escuelita rural y apartada que está cerca de su casa, en Vista Alegre de Higüey. Luego ingresó al politécnico donde tropezó con John Kelly Martínez.

En abril, él cumpliría un año como profesor de Educación física y de ciencia Física del plantel. Entró por concurso de oposición de Educación. Oficialmente nombrado, estaba en el año de prueba o inducción. En el politécnico sabía cuidar las apariencias: nunca disparó la alarma, no dio muestras de sospecha. Era un maestro en el fabuloso arte de la seducción.

Aunque experto en matemáticas, John entró como profesor de Educación física. Hacía senderismo en bicicleta, estaba bien ejercitado y era un joven saludable. También pasó con éxitos un programa especial. Era licenciado y estaba cursando una maestría en Matemáticas para educadores. Inteligente y calculador, se entregaba con pasión y devoción al estudio de los números. Se pasaba horas y horas estudiando numeritos, haciendo cálculos, resolviendo intrincadas operaciones matemáticas. En un motorcito azul marino iba al centro educativo. Antes de ser profesor trabajaba en la playa. Construyó una buena casa. Se superó a sí mismo, pero nunca superó su megalomanía íntima.

Le faltaba poco para ser un genio. Sin embargo, su mente brillante y maestra estaba atravesada por más de una manía. Una gran obsesión lo martillaba, y sentía una incontrolable pasión por las menores. Dicen que el escándalo con Esmeralda fue la culminación siniestra de una larga cadena de hazañas prohibidas. Traspasaba adolescentes que evitaban la justicia para no sufrir la vergüenza pública. Su matrimonio con una joven, y las dos princesitas que engendró, no habían podido frenar las ansias de ese macho. La virilidad era en él una corriente viva, una fuerza invencible y sobrehumana.

Aquí estudió.

Se engancharon, acaso por sus artes seductoras. Pero ella no sería una más. Algunos testimonios señalan que la menor rondaba la casa del profesor, yendo a la vivienda de una prima de él que vive muy cerca y está recién parida. Se movía en su pasola, quemaba combustible, recorría más de 10 kilómetros. La esposa del profesor no se llevó la seña, no sospechó nada. En su entorno, el profesor vivía rodeado de familiares que lo definen como «ejemplar, entregado, inteligente y trabajador». «Por aquí hay pocos como él», remachan.

El joven calculador le llegó a la madre. Más de una vez fue a buscarla. Se le aparecía en la casa, hablaba con la señora, y ésta le daba luz verde a condición de que se la devolviera temprano. La única raya era la hora. Con su parsimonia encima, Quinino Richiez no se enfrascaba mucho en el asunto: la señora tenía el control de los pasos de la hija. Él había sido operado a corazón abierto, y tenía que vivir bajo el sosiego tranquilizante de los medicamentos.

Ese domingo siniestro volvió a la casa, pero lo hizo con nuevos bríos. El papá estaba en la iglesia cuando llegó con un primo y tres adolescentes más en un carro Honda, negro. Como otras veces, obtuvo el permiso de la madre. La hora era el único reparo. No debía pasarse de la raya. Fueron a la playa de Bávaro, escuchando música, quemando los últimos resorte de la adolescencia. El primero y las menores salen del vehículo. Esmeralda y el profesor permanecen adentro. Pasó lo que pasó: la acción fue violenta y candente. Empezó el chorro de sangre. La palidez de la joven dispara la preocupación de sus compañeros. Le cambian el pantalón. En el camino de regreso, se paran en una farmacia, compran toallas sanitarias, agua, medicamentos. Pero nada de esto detiene el sangrado. Esmeralda está cada vez más pálida, más lívida, más cadavérica. Murió desgarrada y desangrada.-

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