Por: Juan Salazar
Como en este artículo dominical suelo mirar hacia atrás por mi retrovisor, les contaré una vivencia del pasado 23 de agosto. Invité una persona a ver “La Gran Gala de las Estrellas Rusas del Ballet Clásico”, en el Teatro Nacional, y la conveniencia de cenar temprano nos llevó a un restaurante antes del espectáculo.
Desde que nos sentamos en una mesa hábil, mi comensal estuvo pegada al celular y, cuando le dije que se centrara en disfrutar el momento, me argumentó que había dejado una asignación inconclusa en el trabajo que necesita supervisar hasta el final.
Teníamos una mesa frente a nosotros con una pareja, otra a la derecha con un grupo de amigos de uno y otro sexo y la tercera a la izquierda con seis hombres mayores de 60 años. Todos estaban muy atentos a sus móviles en medio de una música suave y un ambiente que lucía excepcional para la relajación.
De repente llegó el séptimo integrante de la mesa donde sólo había hombres. Los seis que llegaron primero lo saludaron efusivamente y, de inmediato, todos guardaron sus celulares en los bolsillos. Durante el tiempo que estuve ahí charlaron, rieron y contaron algunas anécdotas, mientras en las otras mesas todos seguían pendientes de sus móviles.
Ya en el Teatro Nacional para la gala de los bailarines rusos, por fin mi acompañante había terminado esa vital tarea que no pudo delegar para disfrutar de la cena.
Como yo tenía asignada la cobertura para el Listín Diario, una vez comenzó el espectáculo y con la sala a oscuras, tuve que apelar al celular en dos ocasiones para alumbrar mi libreta de apuntes. A la tercera vez, dos señoras a mi derecha, paradójicamente también mayores de 60 años, me preguntaron si estaba realizando algún trabajo que ameritaba desbloquear con tanta frecuencia la pantalla del celular para alumbrarme. Les respondí que era periodista y lo hacía precisamente para tomar notas del espectáculo. Una de ellas me dijo ásperamente: “Pues váyase a trabajar para otro lado”.
No niego que me disgusté por la forma descortés en que lo dijo la dama, pero entendí que tenía razón. Había ido a disfrutar la gala y yo se la estaba estropeando con mi celular. Desde ese momento no tomé más notas y confié en mi memoria para los detalles del resto del espectáculo.
Traigo esos episodios del restaurante y el teatro a colación porque el celular se ha convertido en una de las adicciones comportamentales o sin sustancia más ostensible de la vida moderna.
Cuando nos hablan de adicciones, quizás pensamos en el uso de cocaína, marihuana, crack, heroína, alcohol o cualquiera de las drogas sintéticas tan peligrosas para la salud del ser humano. Pero también están las comportamentales o sin sustancia, tan adictivas y dañinas como las primeras.
Las adicciones sin sustancia son aquellos comportamientos que se tienen repetidamente, o sea, hábitos de conducta que se tornan difíciles de controlar y pueden interferir en la vida cotidiana de los afectados.
Las más frecuentes son las adicciones al celular, internet, redes sociales, juego (ludopatía), trabajo, sexo, pornografía, videojuegos y a las compras compulsivas.
Por ejemplo, los adictos al trabajo piensan que necesitan ser productivos, competitivos, exitosos y reconocidos. Algunos con esta adicción encuentran en ella una vía para evadir otros estresores de la vida. Pero una buena parte termina padeciendo el síndrome de burnout o del trabajador quemado, una cronificación del estrés laboral que podría provocar agotamiento generalizado.
La ludopatía o adicción al juego, una de las más frecuentes, ha llevado a quienes la padecen a perder bienes que les costaron enormes sacrificios obtenerlos y algunos quedan hasta en la ruina.
Para los adictos al sexo y la pornografía todo gira en torno a ese mundo en que se aíslan de parejas, compañeros de trabajo, amigos y familiares. Los adictos a la pornografía la prefieren incluso en lugar de la pareja que tienen a la vera, pero al final la compañía que anhelan termina en una angustiante soledad.
Los adictos a las compras compulsivas siempre encuentran algo nuevo en un bien para justificar otra adquisición, aunque tengan decenas. Compran artículos que no necesitan y que luego quedan en el armario o cualquier rincón de la casa. Solo necesitan satisfacer el placer que genera comprar.
Según los especialistas de la conducta humana, el aspecto esencial de las adicciones sin sustancia es que la persona afectada pierde el control sobre la actividad elegida y continúa en ella pese a las consecuencias adversas que le produce. Y explican que el principal síntoma de una real adicción comportamental es la incapacidad de resistirse a ese hábito que tanto atrae.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que una de cada cuatro personas sufre trastornos de la conducta relacionados con las adicciones comportamentales, que suelen pasar más inadvertidas que aquellas con sustancias porque están socialmente aceptadas o porque quienes las padecen suelen ocultarlas con mucho esmero.
La actividad en principio puede resultar placentera, pero con el tiempo y sin que el afectado lo perciba, aumenta el tiempo dedicado a la conducta y se producen interferencias en muchas esferas de la vida cotidiana y hasta se cambia el carácter.
Y de todas las adicciones sin sustancias, la del celular sin dudas es actualmente la más extendida y arraigada porque también lleva a las demás. El celular te permite acceder a las redes sociales, a la pornografía, al sexo online, los juegos y las compras compulsivas a través de diversas aplicaciones, con la posibilidad de sumar objetos en los llamados «carritos».
Las personas pasan conectadas tanto tiempo al celular que descuidan sus relaciones interpersonales. El móvil se lo llevan al comedor, al baño, al cine, a la playa, a reuniones y hasta a la cama, donde se mantienen inmersas hasta altas horas de la madrugada, chateando, jugando, viendo sus redes sociales o navegando por internet.
Los adictos al celular se sienten angustiados si lo olvidan en algún lugar, si el aparato sufre algún desperfecto, si pierden la señal o si se quedan sin batería donde no pueden cargarlo. Esta adicción comportamental los lleva a pasar más tiempo en el idílico mundo virtual, donde muchas veces procuran la aceptación que no encuentran en el real.
La canción “momentos”, popularizada por el cantante español Julio Iglesias e incluida en el decimotercer álbum de estudio del mismo nombre que el artista lanzó en 1982, tiene el siguiente estribillo relativo esos instantes de nuestra vidas que dejamos pasar: “La vida se hace siempre de momentos, de cosas que no sueles valorar. Y luego, cuando pierdes, cuando al fin te has dado cuenta, el tiempo no te deja regresar. Ya ves que todo pasa, ¿quién diría? Ya ves que poco queda por contar. Apenas los recuerdos, momentos que no vuelven nunca más”.
La mesa de los siete hombres sesentones en el restaurante fue donde más se gozó. Y en el Teatro Nacional las dos damas de la misma edad también disfrutaron hasta más no poder la gala del ballet ruso. Me demostraron con el crudo «boche» que el celular no era imprescindible para asimilar los detalles del espectáculo.
Y recordé esos inicios de mi ejercicio periodístico en que se cubrían los eventos sin el celular que ahora nos roba tantos momentos alegres y emocionantes de las relaciones sociales.
Me disfruté la cena y también la gala de los bailarines rusos, sin el celular que tanto norma y controla nuestras vidas, sumergiéndonos en una desconexión del mundo real que genera una abrumadora dependencia.